He intentado compartir mi experiencia de emprendedor e inversor sobre por qué y cómo crear una startup. Sin embargo, algunas cuestiones siguen sin respuesta. ¿Cómo podemos crear felicidad y riqueza? ¿Cuál es el objetivo final de lograrlas? Las respuestas no están en la experiencia laboral, ni en una breve y simple experiencia de vida. Estas respuestas se encuentran en la naturaleza humana, en lo que significa ser humano.
En este momento, mi experiencia y mi lógica están agotadas y todo lo que me queda por ofrecer es solo una historia.
Cuando era joven, pasaba mucho tiempo con mi abuelo Cesidio. Siempre estaba pensando en comer, en mi abuela y en sus nietos. Mi abuelo tuvo una vida difícil y, curiosamente, esto lo hizo feliz. Este hecho me intrigó.
Mi abuelo era apicultor. A la edad de 20 años, se fue a la guerra con los Alpini, las tropas de montaña italianas. Participó en la campaña en Rusia como parte del Batallón L’Aquila. Lo enviaron al frente en el río Don. Durante el invierno de 1943, el ejército ruso lanzó un ataque decisivo que los obligó a retirarse. Los Alpini caminaron por la nieve durante 15 días. Muchos de los camaradas de mi abuelo murieron congelados. Me contó que algunos de ellos, que parecían apoyarse contra una pared o sentarse, nunca más se movieron. Bajo la presión de estar rodeados por las fuerzas enemigas, tuvieron que caminar durante días sin dormir. Una noche, convencido de que iba a morir de frío, intentó suicidarse con la pistola, pero sus manos congeladas lo salvaron. No pudo sacar la pistola de la funda. Me contó que muchos pensaron lo mismo y que alguno lo consiguió. Tenía 20 años, era solo un muchacho.
Me repetía que los hombres son buenos en el fondo de sus almas, pero la maldad de unos pocos puede convertirlos en bestias. Me hablaba mucho sobre la diferencia entre hombres y bestias. Afirmaba que un pequeño gesto de humanidad tenía mayor fuerza que cualquier maldad. Se salvó porque una mujer rusa lo llevó a su izbá, le hizo entrar en calor y lo alimentó. La mujer le dijo que le recordaba a su hijo, que luchaba para el enemigo de mi abuelo. Mientras lo cuidaba, la mujer lloraba porque no tenía noticias de su hijo. La madre de su enemigo le salvó la vida.
Mi abuelo estaba orgulloso de haber regresado con vida sin haber matado a nadie, me lo recordaba con frecuencia y entiendo por qué.
Cuando regresó a su pueblo, ya no estaba. Había sido volado por los alemanes, que habían pasado de ser aliados a enemigos mientras él se encontraba fuera. Él reconstruyó la casa. De la alegría de volver a ver a mi abuela, nacieron mi tío y mi madre. Un terremoto destruyó la casa otra vez, pero la reconstruyó. Unos años más tarde, una helada mató a todas sus abejas y destrozó la cosecha. Así que decidió trabajar en la mina. Diez años después, le diagnosticaron silicosis, la enfermedad de los mineros. Los médicos le dieron 3 años de vida. Pero para él, que resistió la retirada en Rusia, la silicosis era como un resfriado. Vivió otros 25 años y finalmente falleció a la edad de 83 años. Murió solo después de que la diabetes lo dejase ciego y le quitara una pierna. Mi abuelo amaba la vida, no quería morir.
A pesar de haber tenido una vida difícil, era feliz. Explicaba esto diciendo que un trabajo bien hecho enriquece, recompensa y satisface a un hombre, lo que conduce a una vida feliz. Años más tarde, en entrevistas, escuché la misma idea expresada por Mario Rigoni Stern y Giuseppe Prisco, dos de sus camaradas durante la retirada en Rusia. Un trabajo bien hecho te hace feliz. Una receta simple sobre cómo crear felicidad.
En los últimos años de su vida, yo tenía casi la misma edad que él durante la guerra. Pasaba mucho tiempo con él y siempre quería contarme sus historias de Rusia. Me decía que nunca hubiera querido que yo pasara por esas experiencias para entender lo que realmente importaba en la vida. Estaba convencido de que las historias eran tan poderosas como la experiencia misma, pero creo que mi abuelo también quería un poco de compañía y sabía que los relatos de guerra eran una buena manera de tenerme junto a su cama.
Puedes estar contento con un trabajo bien hecho, pero el por qué lo haces es un problema más profundo.
Cuando sacaba el tema, mi abuelo me contaba las últimas palabras de aquellos a los que había visto morir. No las de ancianos, sino las de sus jóvenes camaradas. Me dijo que la muerte nos obliga a sacar conclusiones reales, que no tienen fronteras, razas ni religiones. Estas conclusiones resumen la naturaleza humana, desnudándola.
Recordaba que cuando sus camaradas o sus enemigos rusos morían, solo pronunciaban dos palabras:
Si eran jóvenes, llamaban a sus madres para que los ayudaran. Gritaban «¡Mamma, mamma!» si eran italianos y «¡Mama, mama!» si eran rusos. Su último pensamiento era para la persona que los trajo al mundo. El sentimiento humano es el mismo y la similitud lingüística de las palabras que eran más importantes para ellos fue solo una demostración más.
Pero lo que más le impresionó fueron las últimas palabras de los que tenían hijos: solo se oían los nombres de sus pequeños. Su último pensamiento era para ellos. Para el futuro. No era un grito de auxilio, como los que llamaban a sus madres, era un lamento por no poder cuidar de ellos nunca más.
Es como si la vida estuviera dividida en dos fases: el periodo en que recibes amor de quienes te preceden y el periodo en que lo das a quienes vienen después.
Sé feliz haciendo un buen trabajo para aquellos que vendrán después. Te hará sentir orgulloso.
Ad maiora.